Juegos de atardecer en la ciudad dorada

Cae la noche en la ciudad de Jaiselmer, y sigue haciendo calor. Esta ciudad, construida alrededor de una enorme fortaleza levantada en el siglo XI y que tiene el desierto del Thar como jardín particular es conocida en toda la India como la ciudad dorada. Todas las casas de la fortaleza son de un color amarillo que parece robado a la arena del desierto, que lleva siglos soportando tormentas arenosas, saqueos de distintos imperios e incluso el abandono absoluto. En Jaisalmer podría sorprendernos en cualquier momento Indiana Jones en busca de alguna de sus arcas perdidas. Es una ciudad pequeña, de unos 700.000 habitantes, hecho inusual en un país en el que cualquier ciudad mínimamente importante cuenta sus habitantes por millones.

La frontera con Pakistán está a menos de 100 kilómetros de la ciudad, y esa zona del oeste del estado de Rajasthan fue una de las que vivió las dobles migraciones masivas hacia sentidos opuestos, cuando la India consiguió liberarse de la colonización inglesa y empezó una cruda guerra civil que enfrentó a hindúes y musulmanes. La solución es conocida por todo el mundo: un estado musulmán para los musulmanes (Pakistán) y un estado hindú para los hindúes (India). Hoy en día las relaciones entre ambos países son más fluidas tras años de amenazas nucleares y altercados continuos en la frontera del norte, en el estado de Kashemira, que pertenece a la India pero tiene mayoría de población musulmana. A pesar de que el conflicto tiene ya una latencia moderada, en Jaisalmer los músicos de la calle que tocan el acordeón a cambio de algunas rupias aún cantan canciones desoladas sobre un amor imposible entre una chica hindú y un chico musulmán que se vieron separados por una frontera que nunca terminaron de entender.

Dentro de la fortaleza de la ciudad dorada, protegidos por una muralla de 35 metros, los callejones de Jaisalmer evocan el ambiente de un pueblecito en el que todos se conocen y se saludan, en el que todo el mundo hace vida en la calle y los vendedores ambulantes saludan a los transeúntes, con una efusividad directamente proporcional a su color de piel, que delata el nivel adquisitivo de los que andan por la calle soportando como pueden la humedad y sudando por partes del cuerpo que nadie imaginaría que pudieran sudar. Las calles son suficientemente estrechas para que haya un conflicto de intereses cuando hay un cruce, pongamos por caso, entre una moto, una familia de cuatro personas y una vaca. Por suerte alguien tuvo la deferencia de prohibir la entrada coches en la fortaleza, y quedan todos en batería al otro lado de la muralla, como si fuera el aparcamiento de un centro comercial o un aeropuerto.

 

Todos los días, cuando el sol cae y concede una tregua de mínimos, un grupo de niños se sienta sobre un gran bloque de cemento emplazado en el centro de lo que podríamos identificar como la plaza del pueblo. En ese espacio rectangular se vive, los comercios permanecen abiertos pasado el atardecer y la gente pasea sin prisas. La única molestia es el ruido de las obras de la calle que están mejorando el sistema de cloacas de la ciudad, que acaban de empezar y van a durar toda la noche, ya que es el único momento en el que los obreros pueden trabajar sin un sol asfixiante. Los niños están sentados alrededor de un tablero. Mañana por la mañana tienen que ir al colegio, pero parece ser que nadie puede privarles de su pequeño privilegio diario de salir a la calle para jugar todos juntos un rato, como se hace en cualquier pueblo después de cenar. Remarcan que son amigos, no compañeros de colegio. Se conocen del pueblo, de la calle. En la plaza hay seis motos de gran cilindrada aparcadas de cualquier manera, una librería sigue abierta pese a ser ya de noche (la literatura extranjera se nutre sobre todo de Paulo Coelho traducido al inglés) y hay cuatro vacas que descansan sentadas, impasibles a todo lo que pasa a su alrededor, como si no tuvieran más ocupación que seguir esperando a que no pase nada.

De uno de los balcones de la plaza cuelga un cartel del restaurante La Pizzetta, que pretende ser refugio de aquellos turistas con el paladar incendiado por las especies picantes que todos los indios usan indiscriminadamente para condimentar todos sus platos. Hay siete niños jugando y es fácil ver cuál es el rol de cada uno dentro de una partida que se ha repetido hasta la saciedad como cualquier ritual colectivo en el que cada uno sabe qué papel debe jugar. Son niños de una edad indefinida entre los 9 y los 14 años, quizá algunos más o quizá algunos menos, de buena casta, como delata la ropa occidental que visten: tejanos, camisas de cuadros y gafas bien graduadas.

Juegan al Carrom Board, un juego popular que cautiva a millones de personas en la India, Pakistán, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka. El nivel de popularidad propulsó la fundación de la Carrom Internacional Federation el año 1988 en la ciudad de Chennai (antigua Madrás), ubicada al sureste de la India. Los niños sorprendidos por la curiosidad que ha picado a cuatro turistas que deambulaban por la ciudad, cuentan en qué consiste la partida. El funcionamiento del juego es similar al del billar, ya que consiste en golpear con los dedos una ficha plana de color blanco con el objetivo de introducir el resto de fichas en los agujeros que hay en las cuatro esquinas del tablero. Las fichas tienen un diámetro de tres centímetros el tablero es un cuadrado de 75 centímetros por cada lado. A parte del sticker, que es el equivalente a la bola blanca del billar y sirve para empujar el resto de fichas hacia los agujeros, hay 19 piezas de tres colores distintos: 18 piezas son de color marrón, las carrom man, y son de madera, la mitad de un color más oscuro y la otra mitad de un color más claro, fácilmente distinguibles. Luego está la pieza roja, la más importante del juego, la Queen. Esa ficha da puntos extra a quien consiga introducirla en los agujeros y posteriormente cubrirla con una ficha suya. Para ganar la partida es necesario que la reina ya no esté encima del tablero, de forma que los dos oponentes querrán introducirla cuanto antes mejor, teniendo en cuenta que la reina no puede ser la primera de las fichas en ser acertadas.

El objetivo del juego es sencillo: introducir tus carrom man y la Queen en tus agujeros antes que tus oponentes. Si consigues introducir una de tus fichas sigues tirando, si no aciertas o cuelas una ficha de tu oponente pierdes el turno. A pesar de que se juega en equipo a menudo, el tablero está diseñado para dos personas, y cada jugador tiene una línea dibujada en el tablero (paralela a la línea que delimita su parte del cuadrado) en la que deberá situar el sticker para hacer puntería hacia el resto de piezas.

Es usual que el juego, popular en los encuentros familiares y las reuniones de amigos, multiplique sus participantes y haya equipos de dos o tres personas que van rotándose el turno. La India es un país con gran tradición de juego, y todos los estudios apuntan a que el ajedrez tal y como lo conocemos hoy en día nació en el subcontinente asiático. Según el prestigioso historiador del ajedrez Harold Murray, el análisis filológico del nombre conecta con la palabra chaturanga, que designaba las cuatro principales divisiones del ejército indio (carros elefantes caballería e infantería), y se sitúa dicha asociación en el siglo V aC. Los juegos de mesa y las cartas forman parte de la cotidianidad de la India y es habitual ver grupos de adultos reunidos a pie de calle buscando una sombra benévola para jugar a las cartas, o utilizando un tablero artesano apañado en el suelo de cualquier tienda. En muchas zonas de la India el juego favorito de los niños es la cometa. En el norte son baratas y fáciles de construir, y tienen un aliciente aparte de hacerlas volar: cortar el hilo del resto de cometas. El hilo de las cometas está recubierto de polvo de cristal, de modo que al entrar en contacto con otra cometa uno de los hilos rompe al otro y las cometas caen hacia el suelo dando tumbos. En ese momento todos los niños que estén jugando correrán a buscar la cometa y el que llegue primero tendrá potestad para quedársela. En muchas zonas del norte de la India las cometas forman parte del cielo de la ciudad y decoran de forma casi permanente su paisaje.

En Jaisalmer la noche ya ha caído hace rato y las sucesivas partidas al Carrom parece que tienen hora de caducidad. Mañana hay que ir a la escuela y a las diez de la noche toca ir desfilando para casa. La partida se va a retomar mañana, y pasado, y el otro, sin fin, y en esa pequeña plaza rodeada de casitas doradas en la que la humedad es insoportable volverá a empezar la partida. Es un juego, un momento del día y un pequeño grupo de niños que representa la forma de vivir de un país tan grande que es un subcontinente, en el que siempre y a todas horas habrá alguien jugando.

Texto y fotografías: Oriol Soler

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