Salvando la memoria en el Museu del Joguet

Disfraces viejos. Muñecas desgastadas. Un caballo de cartón. Coches de todos los tamaños con la carrocería oxidada, que rinde cuentas con el paso del tiempo. Barajas de cartas, círculos con su palo inseparable, fotos amarillentas. Una vitrina otorga una dimensión superior a cualquier objeto, le da un valor añadido innegable. En Figueres, apurando el nordeste de Cataluña, hay un museo donde todos estos objetos tienen cabida, encuentran su lugar de manera natural con un cristal que se interpone entre el visitante y el bien preciado. En 1982 se inauguró el Museu del Joguet de Catalunya, en la finca del mítico Hotel París. Treinta y tres años después, podemos preguntarnos qué legitima que unos trastos -o lo que en apariencia parecen trastos - estén expuestos en un museo con una finalidad cultural. ¿Cuál es el valor de un juguete viejo? Una rayuela da la bienvenida en el edificio. Es una mañana de viernes primaveral con mucho sol, y la puerta verde está abierta.

La planta baja está dedicada a las exposiciones temporales. Las ha habido de todos los colores, y actualmente hay obras de papel agujereado, donde se crean formas a partir de los huecos en láminas de diferentes tamaños y colores. Una gran Torre Eiffel de Mecano (casi 10.000 piezas) da la bienvenida a la planta baja, seguida de una colección de Tebeos que ya tienen las puntas redondeadas hacia dentro. El blanco del papel desaparecido por completo. En un museo casi todo es pasado, y todos los juguetes expuestos aquí ya forman parte de un imaginario generacional, que incluso va asociado a un lenguaje desaparecido: para muchos, Mecano nunca ha sido un juego sino un grupo de música, y, además, pasado de moda.

Salvador Puig Antich, antes de ser un icono revolucionario del anarquismo, y antes de ser la última persona ejecutada en el garrote vil por la dictadura franquista, jugó con un trenecito. Quim Monzó, antes de ser cronista, antes de empezar a escribir cuentos que han leído miles de personas, antes de ser uno de los escritores catalanes más traducidos en el mundo y columnista estrella de La Vanguardia, iba con unos patines de cuatro ruedas y frenaba solo con el pie derecho (el izquierdo no tiene la punta erosionada). Ernest Lluch, antes de ser ministro de sanidad de Felipe González durante los dorados 80 del socialismo español, y antes de ser asesinado por ETA en el garaje de su casa, jugó con un caballo de cartón, que compartía con su hermano.

Estos objetos están detrás de las vitrinas del museo, sabedores de que su época dorada ya ha pasado y de que no son más que un símbolo de una infancia ya lejana de los que fueron sus propietarios. Josep Maria Joan i Rosa, director del museo y artífice de su alzamiento, se defiende como un recogedor de objetos, no como un coleccionista. Alguien que colecciona ve el valor añadido de aquello que colecciona, y nunca tendría una pieza de la colección repetida. Josep Maria sí. Queda claro que el valor material es secundario, y en las exposiciones permanentes hay piezas de gran valor monetario compartiendo vitrina con objetos que serían imposibles de vender incluso en WallaPop. Está claro que hay que situar el valor de las piezas del museo en un estadio diferente al habitual.

En los tiempos que corren, es extraño que ningún asesor político haya tenido la idea de hacer campaña electoral en el museo. La niñez universaliza, nos da una vaga esperanza de pensar que todos venimos del mismo lugar. Jugar, haber jugado, recordar las sensaciones del juego infantil y todo lo que se deriva - desde la inocencia hasta el recordar cómo nos iba la vida en aquel juego o aquel otro - nos construye un espejismo instantáneo donde nos podemos identificar con cualquier persona. Todos hemos pasado por aquí, y la ternura que despierta un niño puede hacer olvidar sus acciones enfundado en un cuerpo adulto. Despierta ternura ver al presidente Maragall con su hermano Ernest, y también la despierta el presidente Mas poniendo los pies dentro de los zapatos de su abuelo, que evidentemente le iban gigantes, mientras sonríe con una ilusión desmesurada. Es imposible no hacer un proceso empático con cualquiera de los niños y niñas que salen en las fotos, a pesar de tener conocimiento de en qué se han convertido años después.

Una de las marcas de la casa es la confluencia entre el juego y otras disciplinas culturales. Lejos de quedarse en la anécdota, el museo siempre ha mostrado su sensibilidad con la memoria, en la anécdota significativa. Dentro de la estructura laberíntica de la primera planta, hay una exposición permanente sobre los 20 primeros años de Salvador Dalí, como no podía ser de otra manera en su Figueres natal. Se ve al pintor disfrazado de niña, jugando con su hermana Anna Maria. Pero hay una estrella que deslumbra el resto de piezas expuestas, incluso los dos cuadros pintados por el mismo Dalí cuando tenía entre 15 y 20 años: el oso Marquina. Este oso de peluche fascinó Federico García Lorca cuando visitó al pintor surrealista en la Figueres a finales de los 20. Marquina fue inspiración para la pluma del poeta andaluz, y Lorca hablaba de él en las cartas que escribía a Dalí durante la amistad que hubo entre los dos. Estas cartas manuscritas también están expuestas, y de la misma manera que el trazo de Dalí paseó por sus cuadros adolescentes, el puño de Lorca resbaló por el papel gastado donde se ven sus escritos.

La estampa del museo un viernes por la mañana tiene toques de la pintura surrealista del pintor ampurdanés, con paisajes desiertos y objetos fuera de lugar. Parece mentira que en el primer piso, vacío, con las vitrinas relucientes que un trabajador se dedica a limpiar aún más - aunque no sería necesario - y con una música de fondo de Pascal Comelade, haya dos obras tempranas de uno de los pintores más importantes del siglo XX. Aunque parece más surrealista que haya cartas del poeta español más destacado de la generación del 27 hablando sobre un oso de peluche.

Esta es la grandeza del museo del juguete, que sitúa a todos a un mismo sesgo humano, infantil, de inocencia. Inocencia en activo para los niños que lo visitan, olvidada y añorada para  los adultos. Josep Maria Joan i Rosa cuenta una anécdota deliciosa: hace años, una familia que visitaba el museo se detuvo ante el caballo de Ernest Lluch. En la familia había tres generaciones: el abuelo, los padres y los niños. El abuelo rememoró sus días de juego con un caballo como éste, hacía décadas, una imagen que había quedado enterrada en las catacumbas de su memoria y que le devolvió aquel viejo juguete del museo. Los niños alucinaron, nunca se habían parado a pensar que su abuelo, aquel hombre mayor con arrugas en la cara, había sido niño en algún momento, y había jugado, al igual que ellos jugaban en ese momento.

Es por ello que el museo ha sobrevivido más de tres décadas y aún le quedan muchas por delante: el juego es un pilar indiscutible de la niñez de todas las personas. Algunas, cuando se hacen mayores, lo abandonan y se olvidan de jugar - Oriol Comas decía que dejamos de jugar porque nos complicamos la vida -, otros lo siguen teniendo presente, otros se reencuentran cuando tienen hijos. Pero hay un refugio seguro para el juego, sea cual sea la edad del que mira: el Museu del Joguet, que desempeña el papel de estimular la memoria particular de cada uno y proteger a la niñez del olvido.

 

Texto: Oriol Soler

Fotografías: Albert Gomis

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